Avisos de las ánimas. Mazadas.

En los legajos del abadiado de San Victorián quedó insistentemente recogido un hecho extraordinario sucedido a finales de la década de 1770. Desde el arca en que estaban guardados los restos de San Victorián surgían ruidos intempestivos, misteriosos y alarmantes que traían en vilo a los monjes.

La comunidad monacal en pleno tuvo conciencia de ser cierto el sorprendente suceso para el que no encontraba explicación. El sobresalto común desarrolló aprensión, incertidumbre, temor y desasosiego. Todo comenzó con unos “ruidillos” provenientes del arca o urna del santo como de moneda cayendo o péndulo de reloj o ratón atrapado, o carcomas… escuchados durante una misa de madrugada, al final de la cual los monjes se indagaron de unos a otros y amedrentados informaron al abad, el cual acudió y aseveró su existencia real.

Poco después, fueron golpes secos y sonoros que se sucedían reiteradamente en el tiempo, tan repetitivos y rotundos llegaron a ser que los religiosos dejaron de llamarlos “ruidos del arca de San Victorián” para describirlos como “las mazadas de San Victorián”.

Y fue lo malo que les dio por suponer significados al suceso y adivinaron que el santo se comunicaba con la Comunidad. Así, les advertía de faltas de piedad y actitudes ociosas; anunciaba desastres, como el sucedido con el hundimiento de la techumbre de la borda en que descansaban las tardes; y por último, la muerte inmediata, también ocurrida, de algún miembro de la casa. El prodigio estaba claro, si se oía una mazada, iba a morir un monje; si se escuchaban dos, morirían dos monjes o el abad.

La tarde del 14 de septiembre de 1778 las mazadas del arca duraron sin cesar por más de cinco horas. El desconcierto ante el extraordinario prodigio fue absoluto. Nadie sabía cómo actuar. Los informes escritos y las peticiones de intervención volaron desde el monasterio hacia el P. Provincial de la orden en Zaragoza, al P. General de Madrid y al obispo de Barbastro. Cuyas respuestas se debatían entre darse tiempo para ver la certeza de los testimonios, plantear por un igual la posibilidad de lo natural y lo sobrenatural, evitar la superstición y la patraña, y discernir sobre  las múltiples formas de realizar milagros que tienen los santos.